El Marjory Glen, historia oxidada
Tal vez por la intensidad de la experiencia o por mi inclinación a procrastinar, tardé varios años en escribir este relato sobre un viaje de casi 600 kilómetros, una distancia similar a la que separa Montevideo de Artigas, que hicimos junto a mi familia por el sur argentino.
Tras los dionisíacos rituales obligatorios de turno, con profusos asados en Río Gallegos, partimos rumbo al Sur, al encuentro de Punta Loyola, donde aparecía en el horizonte, erigido como un esqueleto morado el Marjory Glen, un navío escocés encallado a comienzos del siglo pasado y convertido en un testimonio vivo de la historia.
Este barco, que originalmente transportaba carbón, sufrió un incendio catastrófico que marcó su final en la desolada costa patagónica. Décadas más tarde, su esqueleto oxidado fue reutilizado durante la Guerra de Malvinas como blanco de entrenamiento para los pilotos argentinos, quienes practicaban técnicas de bombardeo rasante destinadas a evadir radares británicos. Los agujeros de las plomadas (bombas sin contenido explosivo) tapizan el casco convirtiendo a ese imponente animal acuático en un colador perforado por el sol del Atlántico, cuyos rayos cada mañana alumbran los graffites hechos con Liquid paper, que atestiguan que unos tales Rodrig, SaúlXBX y NicoXBX no tuvieron creatividad para escribir algo en semejante pedazo de historia. El olor a sal del mar y óxido del barco se te queda impregnado varias horas en el cuerpo. El regreso fue una aventura interminable en una playa en la cual cada paso entierra tus pies casi hasta la rodilla en la arena, y para salir del lugar tuvimos que pedirle a unos atentos oficiales de prefectura que nos den una mano sacando la Sprinter que nos trasladó todo el viaje del barro en el que amenazaba con quedar enterrada cual fiera en arenas movedizas.
Cabo Vírgenes, el fin del mundo
Nuestro siguiente destino fue el Cabo Vírgenes, el punto continental más austral de Argentina. Más allá de este lugar se encuentran la isla de Tierra del Fuego, la Antártida y paisajes que supieron inspirar novelas de Julio Verne.
En esta parada obligatoria, visitamos la famosa pingüinera, una de las mayores colonias de pingüinos magallánicos de Sudamérica, donde cerca de 150.000 parejas encuentran refugio cada temporada para anidar y criar a sus polluelos. La reserva natural, inaugurada en 1986, también alberga otras especies como gaviotas, cormoranes y zorros grises, está rodeada por los acantilados que bordean el Estrecho de Magallanes. El Faro de Cabo Vírgenes, que opera desde 1904, es icónico del lugar, con vistas al Atlántico y un alcance luminoso de más de 40 km.
Estuvimos en el kilómetro 0 de la Ruta Nacional 40, la más larga de Argentina, que recorre más de 5.000 km en paralelo a los Andes, conectando hasta el norte en La Quiaca. Este tramo es un viaje en sí mismo, cargado de paisajes espectaculares y varios vestigios históricos que serían eternos de enumerar.
Laguna Azul, ideal para una abducción
Días más tarde, nos dirigimos hacia la Laguna Azul, un impresionante cuerpo de agua de origen freático ubicado en el cráter de un volcán inactivo del campo volcánico de Pali Aike, en plena estepa patagónica. Este paraje, situado a unos 60 kilómetros al sur de Río Gallegos, es parte de una Reserva Provincial Geológica y destaca por sus bordes de acantilados basálticos de hasta 50 metros que rodean el espejo de agua, de un azul profundo que contrasta con los tonos grisáceos de las rocas y el blanco del guano de aves que nidifican en las paredes del cráter.
Sus erupciones más recientes fueron hace apenas unos 10.000 años, y dejaron sus huellas en forma de caprichosas cicatrices en las rocas. En la entrada de la reserva, un cartel llama la atención al advertir que no se deben realizar rituales religiosos, como tratando de detener una verdadera hemorragia de leyendas que envuelven la laguna a un ritmo que ya no se puede recopilar. Algunas historias locales hablan de avistamientos de OSNIs (objetos submarinos no identificados) y otras cuentan fenómenos paranormales, lo que añade un halo de misterio al lugar, pero bajo ningún concepto esperen ver más que agua, roca y un paisaje extraterrestre.
No es un sitio para bañistas, ya que la alta salinidad de las aguas impide la vida acuática, y en las orillas, el terreno pantanoso puede atrapar desprevenidos hasta la rodilla en estopa y cal. En las playas que se forman está lleno de petroglifos espontáneos que atestiguan los nombres de muchos de los visitantes, escritos con sendos cascotes y tan precaria creatividad como la de los ya mencionados visitantes del Marjory Glen. Más allá de estas consideraciones, las vistas hicieron de Laguna Azul un destino único en el sur de la Patagonia.
El perito Moreno, hielo que habla
Desde ahí continuamos hacia El Calafate, cruzándonos en el camino con la estancia Cruz Aike, una de las propiedades más emblemáticas de Lázaro Báez, localizada en una pendiente pronunciada y llamando la atención tanto por su ubicación como por su arquitectura.
Ya en El Calafate, un pueblo acogedor y rústico, nos adentramos en una de las experiencias más sobrecogedoras del viaje: la visita al glaciar Perito Moreno. Más allá de su imponente presencia, lo que más impacta son los sonidos de los témpanos de hielo que, al fracturarse, emiten crujidos profundos y resonantes. Aunque estas fracturas muchas veces son invisibles al ojo, el eco que producen tiene la amenazante capacidad de hipnotizarte, como el canto de una criatura gélida y antigua, que va rompiéndose con la suavidad de un hilo de hielo. La conexión con la naturaleza en este lugar es difícil de describir y aún más difícil de olvidar. Recomendable para quienes quieran hacer una viaje místico y flashearla en modo pacha mama on demand.